Las lagrimas que provocan los cuervos.

 Ayer nos fuimos de fiesta, a tomar whisky, a escuchar a los Rolling, a susurrar a los oídos de la mujer que amas: “i love you”, a ver la puesta de sol sobre el infinito horizonte del mar. Para terminar como siempre hablando de mujeres y poéticas  -mis fiestas preferidas son las que terminan en mujeres y poemas, no soporto las fiestas que terminan en bromas políticas o broncas religiosas-, escuchar blues y rock, canciones de amor y desamor, a Sabina y los Stones, a remembrar todas las estaciones y los aeropuertos en el pasado, imaginar los futuros en los que no he estado, los olores en trenes y aeroplanos. Averiguar… ¿Quiénes aman a don Quijote ?

Las fiestas al final sirven para que las almas a fines se reunan a degustar el mundo, los licores, los sabores, el ritmo. El reencuentro entre amantes y amigos.

A dar gracias por las amantes y los amigos. Y por la vida toda como exequias de la nada.

En una reciente entrada hablaba de Alejandra Pizarnik, la poeta argentina, y evidentemente en nuestra fiesta de ayer terminamos hablando de Alejandra, del Aleph, de los polimorfismos: Ada, Ana, Ava…

Existen seres que se incendian para que desde el lejano horizonte podamos ver las lagrimas que provocan los cuervos.

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«Soy la Gran Pitonisa, tengo los oídos llenos de whisky y el corazón colmado de salamandras.» (Así se presentó. Tuve miedo.)

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¿Quiénes aman a don Quijote? Los cuerdos, los lúcidos. Los que se le parecen lo viven con malestar. Me miré en el espejo. Parezco Dylan Thomas antes de morir, cuando decía: «Quiero desgarrar mi carne».

Anoche, mientras hablaba con las sombras, comprendí algo de lo que me pasa —había alguien en mí científicamente lúcida—. Yo decía si todo esto vale la pena, puesto que me voy a morir muy pronto. La respuesta fue la de siempre: «Si alguien te ama no morirás pronto; vivirás muchos años y tu vida crecerá como la higuera de Rilke». Pero la realidad es otra. Nadie me ama a pesar de mí, contra mí. Nadie me atraviesa como a un escollo, condición de este amor esperado y jamás hallado. Caída en las «noches blancas». Metamorfosis. El ratón se sueña ibis de la China. Alguien vendrá a castigarlo: no un gato ni ningún peligro conocido. Lo harán sufrir porque no acepta ser ratón y además (y sobre todo) porque habiendo osado pensarse ibis de la China, sufre, siente miedo y espera que lo castiguen por eso. ¿Qué sucedería si no tuviera miedo de soñarse otro?

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La conciencia del fuego apagó la de la tierra. Mi visión del mundo se resuelve en un adiós dudoso, en un prometedor nunca.

Culpa por haberme ilusionado con el presunto poder del lenguaje.

Todo es un interior. Por tanto, el poema es incapaz de aludir hasta a las sombras más visibles y menos traidoras.

Hablar es comentar lo que place o disgusta. Lenguaje visceral constatador de los fantasmas de las apariencias.

Escribir no es más lo mío. Con sólo nombrar alcoholes temibles, yo me embriagaba. Ahora -lo peor es ahora, no el miedo a un desastre futuro sino la de algún modo voluptuosa constatación del presente infuso de presencias desmoronadas y hostiles. Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. Los que decían: «Y era nuestra herencia una red de agujeros», hablaban, al menos, en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada.

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