Que me dejen.

Tengo la suerte de llegar a la poesía desde la ciencia. De adolescente deploraba los sintagmas, los complementos circunstanciales. Las maestras siempre eran ancianas que tenían algo de Salem.  Por suerte soy Booleano por genética. Creo en los unos y ceros, en Fibonacci, en los algoritmos, en la genética. Pero la vida tiene intrincados caminos, el “boolismo”  (no sé si existe el ‘ismo’) y las mujeres me hicieron escribir poesía. Y, ahora, muchos años después comprendo, que no hay actividad humana más sublime que sentarse a solas a intentar construir un planeta o encontrar una fórmula contra el odio:  tú a solas… con una hoja en blanco. Hacerlo me salva del tedio. De las legiones de estúpidos. De las batallas de los hombres.

Poesía, música y mujeres, hadas y algoritmos, rock’n’roll, libros, ojos verdes y 0,1,1, 2,3,5,8,13,21,34,55,89,144…Se necesita poco menos para ser feliz.

Describes el punto de no retorno de todas aquellas viejas canciones.
Todo lo que no sé es solo un relámpago en el ahora.
Mar que corre por mis ojos con tus mieles, arrecifes, corales y sales para el mundo.
Ardió el bosque iluminado de tus ojos.
Tus hermanos desangrando el murmullo.
Todo el momento desaparece en un segundo.
Que me dejen con el mar blanco y amarillo,
con su cala de arena y su banco de sal, con su tropel austero y su voz ronca,
agua dormida con su cuerda de tiempo.
Su cordel y sus conchas,
sus largos arrecifes para la paz y el silencio y su tea de tiempo
y su altar de tiempo.
Su fétido olor a tiempo.
Que me dejen solo, maldito y bendito, por el murmullo de la mar dorada y apacible
y su espectro acolchado, tus párpados de mitra,
y la fecha de muerte para mi hijo no nacido.
Que me dejen.
Y, así puedo continuar por horas y horas, páginas y páginas.