Uno de mis libros tesoros son los Ensayos de Montaigne, ilustrado por Dali.
Montaigne, no tanto Salvador, sabía que era posible volverse docto e idiota por la misma ruta. Saberlo todo sin entender nada; haber leído todos los libros sin comprender un párrafo. La lectura es inservible o dañina si no metaboliza en experiencia. “¿De qué sirve tener la barriga llena de alimento si no lo digerimos, si no se transforma en nosotros, si no nos aumenta ni fortalece?”. El saber de los otros es inservible hasta que se integra plenamente a nuestro organismo. Lo confiesa Montaigne: lo que sé de Séneca lo pude haber aprendido de mí mismo si tan sólo me habría ejercitado en el empeño.
Por eso nos fascinan sus Ensayos: nada nos dicen que no hayamos podido advertir confusamente en nosotros. Nada ahí que no hayamos vivido, pensado, sentido. Los Ensayos nos tutean acariciando lo que entrevemos en nuestras inclinaciones naturales, en el trato con otros, en el sentido de nuestros temores y disfrutes. De ahí que el género sea, ante todo, escritura dogmatizante.
Montaigne habrá escrito desde una torre pero no nos mira desde arriba.
No es el profesor que dicta la lección. No aspira a la autoridad de un venerable, no pretende orden ni coherencia en lo que expone, jamás se imagina poseedor de una verdad que ha de ser memorizada. La única instructora en la que confía Montaigne es en la vida misma.
Letraheridos llama Montainge a los pedantes. “Conozco a alguno que, cuando le pregunto qué sabe, me pide un Libro para mostrármelo; y no osaría decirme que tiene sarna en el trasero si no va de inmediato estudiar en su diccionario qué es sarna qué es trasero”.