En las antípodas…de las batallas.

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Que nos queda del debate entre la ortodoxia de Joseph y la heterodoxia de Hans. Hans está muerto. Ratzinger disfruta de su silenciosa jubilación emérita. Ahora cuando el nuevo monarca de las colinas vaticanas al frente de la administración del negocio de dios enfrenta la confrontación entre esa visión de una iglesia inmensa en el nuevo secularismo del siglo XXI,  en contra de las mafias corruptas y delincuenciales de la curia conservadora que apuestan por el inmovilismo, es cuando el debate que se produjo entre los teólogos cobra sentido; ahora,  cuando el campo de batalla se traslada a la vida real, a las personas, y no a las ficciones; la batalla de las antípodas se libra en las diócesis católicas desde Santiago de Chile a Sídney.

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Joseph Ratzinger- Benedicto VXI y Hans Kung  son dos teólogos que fueron colegas en la Universidad de Tubinga, se distanciaron y siguieron caminos diferentes en la Iglesia católica. Ratzinger fue nombrado arzobispo de Múnich y cardenal por Pablo VI en 1977, presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) por Juan Pablo II en 1981 y “elegido” papa en 2005. Hans Küng viene cultivando la teología ininterrumpidamente desde hace más de seis décadas, se le prohibió enseñar teología católica por su crítica al dogma de la infalibilidad en 1979 y ha elaborado un nuevo paradigma teológico: la teología de las religiones. Se han publicado dos libros en los que ambos exponen sus posiciones, con frecuencia en las antípodas: Últimas conversaciones con Peter Seewald, de Benedicto XVI, y Siete papas. Experiencia personal y balance de la época, de Hans Küng.

En el libro de Benedicto XVI, fruto de una conversación con el periodista alemán Peter Seewald, se aprecia cierta complicidad entre el entrevistador y el entrevistado para eximir al Papa emérito de toda responsabilidad en las actuaciones más cuestionadas durante el cuarto de siglo que estuvo al frente de la CDF y los ocho años de pontificado, que contó con dos momentos de gran impacto: la denuncia de la suciedad en la Iglesia en el viacrucis de la Semana Santa de marzo de 2005 y su renuncia, que dio lugar a una nueva primavera en la Iglesia católica con la elección de Francisco.

Uno de los temas de mayor interés es el que se refiere a la relación de Benedicto XVI con Juan Pablo II y con los colegas teólogos, y a la valoración de los mismos en función de sus afinidades o divergencias ideológicas. Muestra admiración por su predecesor y sintonía con su proyecto eclesial neoconservador, pero se distancia de él por la actitud del Papa polaco favorable al diálogo interreligioso y, de manera especial, con motivo de los encuentros de oración de Asís, al diálogo con líderes de las diferentes tradiciones religiosas. El desacuerdo en este tema se manifestó con la publicación de la declaración Dominus Iesus de la CDF, que implícitamente defendía el axioma excluyente —“Fuera de la Iglesia no hay salvación”— y rompía los puentes de diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural.

Benedicto XVI expresa su aprecio intelectual por el teólogo Henri de Lubac y su estrecha vinculación con Urs von Balthasar, de quien se considera “alma gemela”. Tras abandonar la revista Concilium, de tendencia conciliar, creó con ellos la neoconservadora Communio. Además, el Papa emérito recela de su compatriota Karl Rahner, sin duda el teólogo católico más importante del siglo XX, de quien en su biografía, Mi vida, Ratzinger dice, rayando en la injuria, que “se había dejado dominar cada vez más por la conjura de las retóricas progresistas políticas de tipo aventurero”. Con todo, el teólogo que sale peor parado es Hans Küng, quien, siendo decano en la Universidad de Tubinga, propuso a Ratzinger como profesor de Dogmática e Historia de los Dogmas. Benedicto XVI niega que su colega hiciera aportaciones teológicas significativas al Concilio Vaticano II y le acusa de haber dejado de moverse en el marco de la catolicidad.

Meses después de Últimas con­ver­sa­ciones apareció en castellano el libro de Hans Küng Siete papas. Experiencia personal y balance de la época, en el que con gran maestría literaria ofrece sugerentes retratos de los papas que ha conocido: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, con sus lados oscuros o grises y sus logros. Y lo hace como buen conocedor del catolicismo de ayer y de hoy, actor importante de la reforma conciliar, teólogo crítico del papado y testigo comprometido con su tiempo. Küng expresa su disconformidad con Roma y no cede un ápice en la defensa de la libertad dentro de la Iglesia católica. Sus retratos no son, por tanto, los de un cortesano del Vaticano o un hagiógrafo papal.

Uno de los capítulos del libro está dedicado, precisamente, al pontificado de Benedicto XVI, cuya elección y no pocas de sus actuaciones —como el discurso de Ratisbona contra el islam, el alejamiento del concilio, el nombramiento de obispos hostiles al concilio, su corresponsabilidad en los abusos sexuales…— le produjeron “una inmensa decepción”. Valora positivamente la “inesperada y valiente renuncia del Papa”, si bien le parece inquietante el nombramiento, poco antes de su jubilación, “del reaccionario obispo de Ratisbona y editor del legado teológico Gerhard Ludwig Müller como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe”, para dejarlo todo atado y bien atado en materia de ortodoxia. En los primeros años de pontificado de Francisco, el hoy cardenal Müller fue uno de sus más severos críticos y opuso resistencia a cada una de las reformas que planteaba Bergoglio. Su destitución se la ganó a pulso.

El pontificado de Benedicto XVI tuvo dos momentos de impacto: la denuncia de la suciedad en la Iglesia y su renuncia.

Küng considera “un acontecimiento sensacional” su encuentro con Benedicto XVI en Castel Gandolfo. Pero constata, a su vez, la profunda diferencia entre sus aproximaciones a la figura de Jesús de Nazaret. Ratzinger ofrece una imagen de Jesús “desde arriba”, fuertemente divinizada, basada en los dogmas cristológicos de los primeros concilios y en la teología de Agustín y Buenaventura, y al servicio, al menos indirectamente, del actual modelo romano de iglesia y del papa como “vicario de Cristo”. Küng pone el acento en el Jesús histórico, en sus actitudes y en el conflicto con las autoridades religiosas y políticas de su tiempo, que motivaron su crucifixión. Para él, la base del cristianismo no está en los dogmas, sino en el mensaje, la práctica y el proyecto de Jesús.

Últimas conversaciones con Peter Seewald. Benedicto XVI. Traducción de José Manuel Lozano-Gotor. Editorial Mensajero. 310 páginas. 19,90 euros.

Siete papas. Experiencia personal y balance de la época. Hans Küng. Traducción de José Manuel Lozano-Gotor y Daniel Romero Álvarez. Ediciones Trotta. 304 páginas. 21 euros.

Tomado de El País.

 

En un radi de 500 m…

La realidad supera toda ficción. Toda ficción. Solo le tienes que dar el tiempo necesario. Por mucho que la imaginación se esfuerza en inventar o predecir, la realidad siempre te atrapa. Con el c…al aire mi abuela dixit…En la Plaza de George Orwell, el mismo que escribió la distopica “1984”, un mundo futuro supervigilado, deshumanizado,  y atornillado psíquica y biológicamente a los designios del Gran Hermano, ese que todo lo ve, todo lo sabe y que además como un dios postmoderno todo hasta lo puede intuir. El Ayuntamiento de Barcelona, colocó en la “Plaza George Orwell”, un sugestivo y daliniano cartel. Dice textualmente «Zona Vigilada en un radi de 500 m». No se necesita traducción. El Gran Hermano te vigila desde tu amada ciudad de Barcelona George…Y desde una de las plazas que más amo en la Ciudad Condal, pues allí, vigilado, controlado, reconocido, examinado; encontré la libertad del amor y hoy leo “1984”.

Francesca Woodman

Hace mas de treinta años Francesca Woodman se arrojó de un edificio en Nueva York para perder la vida. Entonces muy pocos sabían quién era. La policía no la reconoció porque no cargaba ninguna credencial y su rostro había quedado desfigurado. Pasaron días hasta que sus padres dieron con su cuerpo. Gracias a la ropa supieron que era su hija. Tenía 22 años y estudiaba fotografía. Apenas llegó a exponer en alguna galería universitaria y publicar un libro de escasa circulación. Hoy su trabajo es reconocido mundialmente. Varias galerías inglesas muestran sus fotos, mientras el Museo de Arte Moderno de San Francisco prepara una gran retrospectiva de su breve carrera. En Nueva York se estrenó hace poco un documental sobre la artista y su familia.

La cinta, dirigida por C. Scott Willis se equivoca, a mi juicio, al fijar la atención en el entorno familiar de Francesca y titularse The Woodmans. El documental se esfuerza por subrayar el mérito artístico de sus padres y de su hermano y de sugerir una afectuosa rivalidad entre ellos que termina con la perturbadora absorción que el padre hace del genio de su hija. Falla también porque coloca el suicidio en el centro de una obra extraordinaria, sin ofrecer, naturalmente, una clave que explique el salto al vacío. Me perdonarán los miembros de la familia y el director, pero en esta cinta se observa que el artista es uno solo. Y es enorme. Por eso la verdadera fuerza de la cinta no se encuentra en la narración del director, ni en los recuerdos de los parientes, ni siquiera en las palabras de la fotógrafa, sino en sus fotografías. Y tampoco está en la tragedia de su muerte el valor de su imaginación visual.

Podría pensarse que todas sus fotografías son autorretratos. No aparece en todas pero es la figura central de cada una de ellas. Las modelos que retrató, cuerpos, y pechos sin rostro, podrían ser ella misma. Durante ocho años Francesca Woodman fotografió cientos de autorretratos sin rostro: imágenes de sí misma como cuerpo inaprensible. Su cabeza es el lugar donde nace el pelo, no el nacimiento de una mirada. Una vida marcada por la soledad y el frío. Piernas y telas en cuartos vacíos; pieles y tapices que se desprenden, víboras ante el lienzo de una espalda, el movimiento que es materia transformada en aire. El blanco y negro que emplea en casi todas sus fotos da a cada imagen un aire decimonónico, victoriano. Resulta difícil dejar de ver las imágenes de Francesca Woodman como anticipos de su final. En todas parece que la vida se escurre, que las fronteras entre lo vivo y lo inerte se disipan, que la carne vuela y se vuelve aire. Un cuerpo elusivo. Un cuerpo que se finge sábana, que se adhiere al yeso, que burla al espejo y rompe la caja.

Cuadros como puentes a otro territorio: espejos traspasados, paredes y pieles que se descarapelan, cuerpos que se filtran entre los muros. Nada encuentra foco. En una fotografía, la ve uno contemplando su propia ausencia. La huella de su cuerpo marca un suelo de talco. Sus piernas son los únicos testigos de lo que ella fue. En otra, el cuerpo se anuda con las raíces de un árbol, a la orilla de un río. Su pelo fluye, transformado en agua. Sólo el ojo atento descubre que, tras el tronco grueso y viejo, sobre el pasto bien podado que lo rodea, se levantan discretamente unas lápidas. Ser río y raíz en cementerio.

Fernando Pessoa.

La Vanguardia y las ideologias del siglo XX produjo un reducido número de sistemas de pensamiento coherente y relevante, y junto a ellos una plétora de seudoteorías nebulosas e inconsistentes, supuestamente distintivas y arrogantemente excluyentes, cobijadas bajo denominaciones caprichosas: «juegos de enrevesamiento», como decía Ramón. Juegos dados a convertir en complejo lo que en su propia sencillez no llega a ser, casi siempre con una última intención solapada: disfrazar de originalidad el eco, y librarlo del estigma del la estupidez.

El mero índice de Ismos tiene mucho de broma y recuerda la enciclopedia zoológica china que, según cuenta Borges, distinguía, entre otras clases de animales, los que se agitan como locos y los que de lejos parecen moscas. Casi todos los movimientos de Vanguardia se agitan como locos y buena parte de ellos parecen moscas incluso de cerca, y de hecho lo son.

Una de las más llamativas facetas de la poliédrica personalidad de Fernando Pessoa es su ambigua relación con el Futurismo italiano, a través de la figura de Álvaro de Campos.

La irresistible ascensión de Fernando Pessoa es uno de mis más antiguos motivos de sorpresa. Muchas horas he dedicado a leerlo, en verso y en prosa. Insolencia, autocompasión, paranoia, megalomanía e incoherencia son sin duda virtudes para quienes consideren que la genialidad ha de ser arbitraria, inaccesible e incomprensible. Está, además, sin duda, la voluntad de reconocerle al pueblo portugués, siempre digno y noble en su crepúsculo posimperial, una figura literaria contemporánea equiparable a las de otras lenguas y literaturas. No puede desestimarse el atractivo de la leyenda de Pessoa: el grafómano autista, empeñado en huir de sí mismo en el desempeño mecánico y desencantado de una vida vulgar y mediocre. Junto a todas esas motivaciones adventicias, está el hecho indudable de que una parte de la obra de Pessoa, tanto en prosa como en verso, es un raro y único ejercicio de introspección autodestructiva, tan falta de piedad como rebosante de calidad.

Fuera de ese territorio, Pessoa sigue siendo un gran poeta.

Como ensayista, es a menudo brillante en el fragmento, pero en el conjunto disparatado, prolijo, reiterativo y carente de sistema, lo mismo que en sus incursiones supuestamente filosóficas. Para mayor inri, de vez en cuando sus páginas están hisopadas de ocultismo y teosofía. Y la guinda final la pone el estrafalario ecosistema de heterónimos, preheterónimos, semiheterónimos, ortónimos y seudónimos, un galimatías tan absurdo como ocioso. Puede justificarse como manifestación de una personalidad dividida, o como intento de ir más allá de la asunción distanciada de voces posibles en el monólogo dramático, pero, de hecho, ha venido a ser una ceremonia destinada a abusar de los incautos y divertir a los prestidigitadores letrados que quieran dedicar sus ocios a tan estéril y bizantino pasatiempo.

En todos los poetas hay multiplicidad de voces, resultado de la evolución y la diversificación. Vicente Aleixandre, por ejemplo, que militó sucesivamente en el Surrealismo y la rehumanización de posguerra, se aproximó a la poesía social y dio en sus libros finales una honda lectura de su madurez y ancianidad, podría haberse dividido en cuatro heterónimos o más, pero era demasiado sensato para hacerlo.

El Libro del desasosiego es la obra más compleja de Pessoa, sorprendente por su densidad, su constante interrogación acerca de la identidad personal y el sentido de la existencia, su incapacidad de comunicación y de amor, su sexualidad ambigua y conflictiva, su oscilación entre depresión y euforia. Contiene pasajes y fragmentos memorables, por su poder imaginativo y su densidad: «Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía»; «mi sensibilidad es una llama al viento» (¿inspiración quizá de la conocida canción de Elton John, «Candle in the wind»?). El tema central y recurrente del libro es el autodesprecio, la reiterativa proclamación del propio fracaso: «He asistido, desconocido, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto he querido ser». «Tengo frío de la vida. Todo es cuevas húmedas y catacumbas sin luz en mi existencia». La clave de este libro, el que sin duda ha procurado a Pessoa su mayor estima y audiencia, es su sinceridad cruel y patológica; la de alguien que se define a sí mismo como «cosa arrojada a un rincón, trapo caído en la calle», como el animalejo transportado en un cesto de mimbre con dos tapaderas unidas por el centro, a la altura del asa, y que cuelga de un brazo que le impide asomar el hocico.

Pero la poesia siempre tiene por donde asomar.