De la estupidez a la locura, Eco.

Umberto Eco (1932-2016) es quizá el último renacentista italiano. El penúltimo humanista europeo.

Poco antes de morir entregó a la imprenta esta amplia selección de sus crónicas periodísticas. Un sutil intento por capturar ese futuro que ya estaba allí y que se expresaba en computadores y hackers, aceleración indetenible y flagrantes anacronismos políticos, como el caso de Berlusconi que comenzó cantando en los cruceros turísticos por el Mediterráneo y terminó en cenas con menores de edad como “Ruby Robacorazones” a quienes protegía con todas las instituciones del Estado a su servicio.

Pero Eco, lector de santo Tomás y de la diferencia que hay entre lo público y lo privado, entre la razón y nuestros deseos, tiene una curiosidad amplísima que le permite ir desde los templarios hasta Julio Verne con humor, erudición y capacidad de captar lo vigente de sus propuestas religiosas o creativas. Son un deleite, en verdad, sus batallas contra la manía de figurar, en la televisión o en la prensa, con tal de ser reconocidos en el bar de la esquina y el síndrome del móvil infatigable registrando todo en grises secuencias para solo alimentar el olvido.

Pero Eco no para nunca: el olor de los libros viejos, Harry Potter o las modalidades de la ciencia ficción le permiten en dos o tres páginas, brillantes tratados de brevedad fulgurante. Viajando con un taxista pakistaní en Nueva York, quien le preguntó qué países eran enemigos de los italianos, responde Eco:

“Debería haberle dicho que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos y en cualquier caso nunca están de acuerdo en determinar cuáles son, porque están continuamente enzarzados en guerras internas. Los italianos se hacen la guerra entre sí, a veces ciudades contra ciudades, herejes contra ortodoxos; luego clase contra clase, partido contra partido, corriente de partido contra corriente del mismo partido, región contra región y, por último, gobierno contra magistratura, magistratura contra aliados de coalición contra aliados de la misma coalición. No sé si lo habría entendido, pero al menos yo no hubiera hecho el ridículo de pertenecer a un país sin enemigo”.

Dio así la mejor definición de los italianos. Del mundo hoy.

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