Conte tiré d’Athénée

D’Isacco a Venere.

Cuando presencie en una templada tarde florentina el “Sacrificio d’Isacco” de M.M. da Caravaggio en la “Galería de los Uffizi”  estuve tres días con pesadillas, la violencia del acto es sobrecogedora y se refleja en el rostro de terror de Isaac, mis malos sueños solo pudieron ser superados en la sala contigua observando la obra maestra de Sandro Botticelli “Nascita di Venere”. No es de extrañar que Roma se escandalizara con ambos genios.

La violencia y la resistencia de Isaac ante el intento de infanticidio ideado por Dios y ejecutado por su padre no encaja en la moral de docilidad y obediencia cristiana, Isaac era asesinado y se resistía violentamente, muy lejos de esa (re)construida imagen prefigurada de cordero sacrificial – ese Cristo- que observa impávido y hastiado la escena desde la derecha de la pintura a la espera de su propio homicidio ritual.

La espectacular desnudez de la Venus de Botticelli, su clítoris y vagina cubierta por un enrevesado cabello color fuego, Virgen Calipigia creada de los genitales cercenados de Urano y arrojada a la playa por el viento de los dioses, recibida perfumada de flores primaverales y flotando en una concha de nácar, perturbó la tranquilidad senil de la curia célibe y fobo-erótica. Dese hace mil años en occidente nadie se había atrevido por temor a los “hombres de negro” a representar artísticamente a una mujer desnuda, no al menos de ese tamaño y de esa espectacular belleza…

Eros y Keres.

Conocí de la existencia del filósofo polaco Leszek Kolakowski, L.K., gracias a un par de correos intercambiados con el difunto y siempre recordado Desiderio Navarro, cuya entereza y agilidad intelectual echo de menos por estos días de 2018. Navarro se tomó el trabajo de escanear los tres tomos del polaco sobre la historia del marxismo, “Las principales corrientes del marxismo” y enviármelas desde Berlín. (Esos tres “pdf” me acompañan mientras escribo). Ayer en el estadio dominical encuentro en mi asiento Número 45, Sección C, Fila 29, ¿abandonado? “La Clave Celeste” (Melusina [sic], España, 2006). Su autor L.K. el maestro polaco (re)crea algunas leyendas bíblicas para extraer parábolas postmodernas, eso sí, siempre desconcertantes o provocadoras. La causalidad existe, los dioses existen.

Recuerdan el mito de Abraham, el tipo que debe sacrificar a su hijo por una orden divina.

(A continuación, un dialogo entre Leszek Kolakowski, José Woldenberg y esta merced…).

Dice L.K. que en una aproximación “existencialista” ahora pondríamos preguntarnos: “¿Cómo puede Abraham estar seguro de que obedece a una orden divina y no a una tentación diabólica, un delirio o una locura?”. L.K. duda de la fuente de la orden misma. Puede provenir de Dios, pero puede no serlo, incluso quizá sea una especie de autoengaño, una sugestión, un dictado que nadie ha dictado. “¿De dónde sacar la certeza de que ha interpretado bien la orden?”. Y si entonces Abraham no puede tener la total seguridad ni del origen ni del sentido del mandato, la sola idea de que debe sacrificar a su hijo tiene que producirle miedo, escalofríos, dudas.

Escribe Kolakowski:

“Abraham aparece como la personificación del temor humano ante una situación que impone la necesidad de elegir entre grandes valores sin que haya razón objetiva alguna para hacerlo”.

Pero —dice el filósofo— que trascendiendo esa posible primera lectura o mejor dicho dejándola a un lado, él supondrá: “que Abraham no podía dudar de la proveniencia divina de la orden, puesto que disponía de unos cuantos métodos infalibles para comunicarse con su Jefe…”. Y no sólo eso. Sino que también dará por sentado, sin someterlo a ningún cuestionamiento, que el Creador le había hecho una promesa clara e irrecusable: “a saber, que convertiría su estirpe en una gran nación colmada de bendiciones…”. Sólo una condición puso el Todopoderoso: “una obediencia total y absoluta a la autoridad”.

Habla ahora L.K.:

“Abraham acusa el peso de la razón de Estado. El futuro de la nación y la grandeza del Estado dependen del cumplimiento riguroso de las órdenes divinas, ¡y de pronto va Dios y le reclama que sacrifique a su propio hijo! Abraham tenía el alma de un sargento y estaba acostumbrado a observar al pie de la letra las instrucciones que venían desde arriba. Sin embargo, no era insensible al sufrimiento de su familia. Al exigirle que inmolara a su hijo en ofrenda, Dios no vio ninguna razón para justificar esta orden. Los autócratas no suelen explicar sus motivos a sus subalternos…”.

El dilema que afronta Abraham es extremo, claro y contundente: ha recibido la orden de su “Superior” y éste no concede posibilidad alguna de desacato ni siquiera de deliberación. Cabe la eventualidad de desobedecer, pero entonces el pacto que se propone estallará por los cielos. Así, sumiso, obediente, resignado y confiado, Abraham se decide a cumplir con el dictado del Jefe Eterno.

Y todos —bueno, casi todos— conocemos el desenlace. Cuando Abraham iba a descargar el acero contra la yugular de su hijo, Dios detuvo su mano a través de un Ángel Alado, presuntamente satisfecho. “Sonrió con benevolencia y le dio a Abraham unas palmaditas en la espalda. Te has portado bien… Ahora sé que no dudarás en sacrificar a tu hijo, si yo te lo mando”. Así, la historieta termina en una especie de happy ending made in Hollywood-ICAIC, Dios probó a su súbdito, éste intentó cumplir, padre e hijo vivieron felices. Dado que el resultado fue bueno, todo parece que también lo fue. Incluso es posible festejar el “incidente” dado que no hubo daños mayores: “prueba superada”.

Pero, nos escribe Kolakowski, siempre existe otra versión para la misma historia. Isaac supo de lo que era capaz su padre. Por ganarse el aprecio de Dios estuvo dispuesto a matarlo. Por “sus esperanzas de construir un gran Estado en el futuro” actuó sin miramiento alguno incluso, contra su propio hijo. Cierto, no consumó el asesinato, pero ello no fue fruto de su decisión, sino de la intervención oportuna y en el límite del propio jefe-dios. Es probable imaginar que a partir de entonces “Isaac se resentía de una ligera dolencia… al ver a su padre, temblaba y tenía náuseas”.

Digo yo, tampoco es de extrañar el giro de los acontecimientos futuros, un día el propio Altísimo sacrificaría a su primogénito para “(re)construir a su hombre nuevo” ese que defectuoso descendiente directo de las pesadillas esquizoides de Abraham aún tiene grabado en el subconsciente –individual y colectivo- el hábito del degüello.

Pour qui j’eusse eu plus de dévotion.

Escribe José Woldenberg (…) cuando el desenlace es satisfactorio se olvida todo lo demás, lo que incluye lo que se estuvo dispuesto a hacer, lo que se hizo, el recorrido, las alianzas y las cesiones. Es el momento de pasar la página y celebrar. El éxito es el éxito y nada se le parece. No obstante, algunos como Isaac, quizá, no olvidarán lo que sus padres estuvieron dispuestos a hacer con tal de llegar a la Tierra Prometida.

Digo Pepe, tengo mis dudas razonables que el desenlace sea satisfactorio. “Lo que se estuvo dispuesto a hacer, lo que se hizo, el recorrido, las alianzas y las cesiones” están manchadas de mucha sangre humana real, no ficcional bíblicamente hablando. La tierra prometida no existe, eso lo sabe muy bien Isaac (hijo). Desde mi visita otoñal a la “Galería de los Uffizi” la historia del arte italiano   -pre y renacentista- me ha mostrado dos escenarios de vida, Eros y Keres, Venus y Abraham, desde entonces milito anárquicamente en la tribu de los fanáticos de la Venus Calipigia, mi credo es el Anasyrma y en mi equipo se trasfigura en lápiz, en papel y en rojo Cabernet Sauvignon el estilo de Jean de La Fontaine cuando escribió hace hoy exactamente 361 años:

Que par les soeurs un Temple fut fondé,
Dessous le nom de Vénus belle-fesse,
Je ne sais pas à quelle intention;
Μais c’eût été le temple de la Grèce
Pour qui j’eusse eu plus de dévotion.

Jean de La Fontaine, “Conte tiré d’Athénée”.

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