
A mi madre.
Milenio después de su construcción, después de su destrucción las Catedrales son signos de los tiempos: de paz, de fuego, de luces, mosaicos de colores. De magia, sugerencias amo-bióticas y banalidad.
Útero materno. Oscuridad y calor. Promesa de amor y luz. Siempre.
No creo en la Iglesia, en sus gentes arrodillas sintiendo culpas y pecados que les sujetan la vida y la esperanza, sin embargo sí creo en las piedras convertidas en sinfonías humanas, en lo sublime del hombre. Su compromiso con lo elevado, lo bueno, la belleza y el amor.
Uno de mis lugares preferidos es la Santa María del Mar, en Barcelona. No sé por qué. Me recuerda a mi niñez. Es probable, pero no posible. Las Iglesias de mi barrio natal eran rebuscadas, barrocas, estériles, casi todas oscuras a pesar de estar rodeadas de la luz tropical. Nada que ver con la predisposición a la luminosidad de los vitrales del Gótico Ibérico, al misterio de la Alquimia, lo que dice el libro oculto…y no leído.
Santa María del Mar me recuerda esa Ascensión personal, la única ascensión mística posible, desde lo Oscuro a la Luz.
Santa María del Mar, me recuerda aquella Luz. Dar a Luz. Alumbrar. Misterio de la maternidad. De la matriz que nutre y transporta Vida.
Los Jesuitas en La Habana optaron porque su Iglesia estuviera cercana igual al azul del mar caribeño, pero sus muros son más bien opacos y grises, reflejo de su estructura vertical y su militancia militar. Queda poco espacio para la Madre, para mamá.
Acá… es lo contrario, la catedral es vagina purpura y dilatada, dolor sagrado a parto… Santa María del Mar, en Barcelona, me eleva a la Luz y me recuerda a cada una de las madres de mi vida.