Hace muchos años en una época terrible alguien me regaló un pequeño libro de un hasta entonces desconocido chileno. La Habana por aquel entonces estaba llena de chilenos revolucionarios fugitivos como hoy lo está de canadienses obesos y aburridos. El libro del chileno terminó en una de esas lecturas voraces en la que terminas con una enorme interrogante ¿y, ahora qué? El libro apenas lo contenían setenta páginas…de poesía. Su título. Los perros románticos.
El chileno desde entonces me conmovió, su exilio, su tenacidad, su inteligencia, su libertad. Años después con dos de sus versos logré que la madre de una de mis hijas me diera la primera oportunidad, de al menos, escucharme por un par de segundos.
Cae fiebre como nieve
Nieve de ojos verdes.
No puedo dejar de agradecerle, entre muchas, que me haya permitido enamorarla con su (mi) poesía.
Cuando la derrota compasiva nos convenza de lo inútil
Que es seguir luchando, a tus ojos me fiaré.
Gracias a los versos de los perros románticos descubrí que Chile existe más allá de Neruda, de los 20 poemas de amor, de las batallas ideológicas y del inconcluso caudillismo latinoamericano. Me leí cada página que escribió Roberto Bolaños, su lectura te puede golpear con un mazo austral o elevar como peyote perfumado.
Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.
De eso se trata toda la literatura de Roberto Bolaños, de la enfermedad, de la vida, de los viajes, el sexo y el amor, de los libros. De lo nuevo que siempre está aquí.
En una reciente conversación y almuerzo, entre platos verganos de ensaladas y sopas frías, con unos compatriotas ligeramente universitarios, de esos que acaban de descubrir a Bolaños en edición digital y Google mediante, me recordaron de inmediato la estridente dialéctica que existe entre lo nuevo y lo viejo, entre Kafka y Bolaños. Por ejemplo, las diferencias que existen entre aquellos exiliados chilenos y los actuales turistas canadienses que son el pasado y el presente del paisaje humano de una La Habana por siempre tropical. Todo se cierra como un mantra tibetano dentro de una muralla de piedra bordada con hilos de oro, incluso lo nuevo pero sobre todo lo viejo.
Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Roberto dixit.
Tampoco recuerdo muy bien pues soy muy malo para la memoria peor para el olvido. Aunque si, algo aprendí por ahí, de camino en camino sobre la nieve de tus ojos verdes, de leer algunos libros o de los infinitos viajes. Algo aprendi de la vida. Por ello siempre te pregunto a las mañanas si soy bueno en la cama o bueno peleando.
Ahora intento en vano conversar con los descubridores digitales de Roberto Bolaños pero después del segundo plato no son capaces de resistir la tentación de revisar Facebook o enviar un mensaje por correo electrónico. No me dieron la oportunidad de decirles que en la obra de Roberto Bolaños hay inteligencia, valentía y desesperación como lo hay en la vida, las mujeres, los libros y los viajes. Son asombro y no costumbre.
Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable. Quién ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.
La generación que aspira a ser una nueva clase media en tiempos en que la clase media desaparece desde Suecia a Japón, la generación que Iván Rojas define como los acumuladores primarios y precarios del capital. Y, ya no un capital ficticio o de texto neo marxista si no uno fundamentado en la abolición de la dignidad humana. Sin darnos cuenta que esas construcciones mentales que te irradian por todos los medios posibles provienen no de palacios de cristal sino de chabolas de playwood.
De un crepúsculo interminable…imagino que para pretender conocer y ser maestro de literatura latinoamericana hay que leer primero a Cesar Vallejo o Roberto Bolaños, antes que a García Márquez y sus mil epígonos con zapatos de charol o a Vargas Llosa con sus manías de oráculo de revista del corazón. Imagino primero hay que estudiar el español de mierda que hablan Maduro y Morales, cuyo creador es un escritor chileno que solo vivió cuarenta años.