Cold War…de Paweł Pawlikowski.

 

Siempre ha creído que el amor es el acto supremo de libertad.

Siempre he condicionado mis expectativas bajo ese prisma hexagonal que comienza de una relación binaria (el amor siempre es un acto entre dos) que puede matizar y colorear todo este universo rapaz con cientos de azules, violetas, negros y blancos.

Al concluir el filme “Cold War” («Guerra Fría», del director polaco Paweł Pawlikowski, intuimos que el amor puede ser incluso superficialmente negro y blanco como un claroscuro de Caravaggio pero bajo la superficie de esas dos tonalidades se esconde todo el espectro, todos los matices.

Subjetivamente, el mejor filme que he visto durante hace mucho tiempo: “Cold War”.

Reconozco el cine de Paweł Pawlikowski desde que asumió con delicadeza los elogios internacionales por su reconocido filme “Ida”, otra historia bipolar, la de una monja polaca que en los sesentas descubre que es judía. Pawlikowski es un director hibrido, bipolar, como sus filmes. Hijo de la guerra fría, de una Polonia dividida, sujeta a las paranoias ideológicas del siglo XX. Exiliado en Londres, ni heredero de Wadja, ni disidente político, ni cineasta oficialista.  Es un hombre que reconoce en el arte una forma humana de expresar ese amor, la profunda complejidad de las relaciones humanas en escenarios delirantes.

Hombre que además  reconoce lo que son las reducciones de las etiquetas desde la teología hasta la ideología en su nación natal, pero igual en el exilio británico.  El leitmotiv del cine de Pawlikowski parece ser ese despropósito de “asignar a alguien una identidad fija (o de aferrarse a ella)”.

Una magistral denuncia de esos “despropósitos” resulta su aclamada “Guerra Fría”.

Para los que no la han visto el filme el titulo les puede resultar engañoso. No se trata aquí de un filme histórico que describe el enfrentamiento entre Este y Oeste, Moscú y Washington, la OTAN y el Pacto de Varsovia,  una épica de tanquistas soviéticos o de espías de la KGB o la CIA.

 “Guerra Fría” es una historia de amor, entre un hombre y una mujer.

Un crítico ha señalado que… “En el primer acto de sus películas, los personajes descubren que aquello que alguna vez les dio sentido de pertenencia –religión, nacionalidad, ideología– ya no los define más. Unos se sienten traicionados y otros asumen el desamparo. A todos se les desmorona el mundo, pero ninguno da marcha atrás”.

Eso es “Guerra Fría” la apasionada y convulsa, hibrida y bipolar, historia de amor en un mundo enloquecido, una lucha de contrarios entre el blanco y el negro, entre el Este y el Oeste, entre tradición y modernidad, entre jazz y folclor, entre hombre y mujer. El tema de la identidad flotante del amor, de la íntima naturaleza humana que no da marcha atrás.

La historia de amor comienza al mismo tiempo que la guerra fría. 1949. Cuando Wiktor (Tomasz Kot) descubre a Zula (Joanna Kulig -foto) entre las decenas de campesinos polacos que audicionan para formar parte del teatro folclórico Mazurka. Mientras que todos entonan canciones tradicionales, ella interpreta el tema de una popular película rusa de la época, la trasgresión de Zula (junto con su belleza, su vigor y su abierta sexualidad) enloquecen a Wiktor. Pronto la llamará “la mujer de su vida”, definición masculina por excelencia, que solo se reserva a la madre o a esa otra mujer que es capaz de detener la rotación de los astros y la configuración de los elementos. Lo mismo ocurre en el filme. A partir de ese instante ya nada sería igual. Como una tragedia griega se transforma el porvenir de Wiktor y Zula.

El romance tormentoso entre ellos se narra en cortos episodios de estructura semejante entre sí: reencuentro, reconciliación y separación imprevista. Transcurren años entre uno y otro, años entre un encuentro y otro, pero el amor continúa indetenible aún teniendo en cuenta los sacrificios que hacen para lograrlo (favores corruptos a funcionarios, pactos con el régimen, matrimonios por conveniencia). El blanco y negro de la guerra fría desgasta y erosiona.

Las facturas personales pueden ser leídas como consecuencia de una identidad social fracturada. O el arquetipo shakesperiano de amor trágico. Paweł Pawlikowski no asume ni la una ni la otra, solo expone sus delirios. Una historia de amor atemporal, única y universal; esas ideas hibridas la refuerza a través de la banda sonora del filme, una popular canción folclórica polaca que se repite como leitmotiv dentro del poema sinfónico visual.

El tema titulado “Dos corazones” se escucha en cuatro momentos, en diferentes versiones: como parte del repertorio del teatro tradicional Mazurka, cuando Wiktor la toca al piano al estilo bebop, cuando la canta Zula en un bar parisino y como parte del disco que ella graba en París. Su letra desgarradora la vuelve intemporal.

Al principio uno comprende que el amor es el acto supremo de libertad.