Watching him dash away, swinging an old bouquet (dead roses)
Sake and strange divine Uh-h-h-uh-h-uh you’ll make it
Passionate bright young things, takes him away to war (don’t fake it)
Sadden glissando strings
Uh-h-h-uh-h-uh, you’ll make it
Aladdin Sane. David Bowie.
Acabo de ver la premiación de los premios Oscar, con aquel decorado de plexiglás dorado que asombró al mundo desde el lujoso teatro Dolby de Los Ángeles en ajena semejanza al tupé dorado-naranja del Míster Trump.
Recordé a Gibbon cuando describe la decadencia del Imperio Romano. Su lenta implosión desde las entrañas; desvarío cuando pienso que las primeras manifestaciones de esa decadencia ocurren invariablemente con un arte aburrido, siempre premiado por los centros dorados del Poder (cinematográfico).
Una ceremonia diseñada por los hombres políticamente correctos, un Lineamiento post-ideológico de Hollywood, una nueva forma de aburrimiento.
Y, no digo todo esto porque mis filmes favoritos en esa noche de lo banal no fueran finalmente premiados, esa es otra versión de la historia, la mía, la que me reservo.
Lo digo porque me aburrí viendo el mismo ir y venir de una aristocracia elitista prisionera entre las neurosis que provoca el mucho dinero y lo «políticamente correcto». Me aburro cuando veo a un actor mediocre con una ridícula prótesis dental intentar imitar en el escenario y en la vida a la Reina Mercury, a un danés-argentino interpretar a un racista que en el fondo es un buen tipo de familia o la historia en blanco y negro de una empleada doméstica de Oaxaca en una nación azotada por las mafias de la política y el narcotráfico, sin límites definidos entre los unos y otros.
La noche concluyó con las estatuillas más doradas en la historia del cine; mas doradas que el propio decorado del Dolby LA. Una noche de Queens Transformers (Marvel dixit). Pero no había Reino que gobernar, ni Reinas, ni Reyes, el arte estaba en una galaxia muy lejana, en el “Transformer” de Lou Reed, o en la resurrección del Marqués de Sade nacido esta vez en formas de «rock star» en Zanzíbar, inmigrante, pobre, homosexual, millonario, sadomasoquista, muerto de SIDA; y… es que los “genios no deben morir (pues estamos muy escasos de ellos”).
“Green Book” dice el crítico de Los Ángeles “es frívola, deshonesta y racista” aunque aparente lo contrario. Lo que no dice el critico Justin es que fue el filme premiado como el mejor del 2018, pues se asemeja mucho a la Sociedad del Entretenimiento que lo engendró.
«Sociedad» que por igual engendró a un presidente misógino, racista, presuntamente criminal, cuyo tupé dorado adornó toda la ceremonia como el recordatorio de un neo fantasma que recorre el mundo, un Big Brother igual de «frívolo, deshonesto y racista” .
El ideal trillado de reconciliación racial del “Green Book” se merece el premio pues representa ese ideal cursi y falso que exporta toda una nación con sus ilusas panaceas que vienen indistintamente incorporadas desde sus insalubres hamburguesas hasta su cine plebeyo y prejuiciado.
Terminada la ceremonia fui al equipo de música, bese a mi esposa en la nuca y los labios, deje que el azar y la noche hicieran su trabajo, un tema de Queen, nos servimos un vodka doble con hielo y zumo de naranja, mirando como comenzaba la mañana entre las estrellas y Neptuno, las serpientes del Nilo, los siete mares y las flores del Valle, entre los reyes (y las reinas) que pierden sus reinos por un caballo, nos hicimos el amor en paz, «frívolos y deshonestos».